Entendía
que Henrietta era su hermana pequeña y por ello debía cuidarla, fue una de las
consignas que sus padres le hicieron prometer antes de partir hacia una de las
provincias interiores del país donde vivían y por ello justificaba que ésta
dejara en sus manos todas las decisiones respecto a su casa, esa casa que a
ella no le pertenecía.
Entendía
también, que el dejar su propio hogar que tanto le había costado construir con
su trabajo ahora estaba abandonado y cubierto en el olvido de una tonelada de una
red de telarañas de polvo y recuerdos sepultados, era un deber, impuesto tal
vez, pero un deber.
En
su cabeza se agolpaban una serie de entendidos tácitos, como tener que mantener
las necesidades de su hermana cubiertas, de atención, cuidado, preparación de
alimentos, limpieza de casa y enseres así como de sus propias vestiduras, las
que lavaba y planchaba con un cariño y cuidado, que ni incluso su madre
verdadera había puesto en tales menesteres.
Su
cerebro estaba plagado de entendimientos que para otros resultaban
incomprensibles, pero como la veían aplicada en su labor e incluso sonriente
simplemente ascendían y bajaban los hombros, con la típica indolencia de a
quien no le importa un bledo lo que te acontece. Como el hecho de que desde
pequeña le repelía cualquier animal y sin embargo cuidaba y mimaba con
paciencia y entereza el par de gatos persas perezosos y demandantes que su
hermana había comprado más por capricho ornamental que otra cosa en una prestigiada
tienda de animales. O la docena de periquillos australianos que día a día
tapizaban con cáscaras de alpiste y esferitas de colores el hermoso suelo
azul de talavera del patio trasero.
Un
día se levantó con el entendido de que debía realizar varias tareas especiales
y específicas, así que se fue al mercado y compró las flores predilectas y
aquellos ingredientes que sabía que al conjuntarlos formarían los platillos y
postres preferidos de su hermana, de ahí
se fue a una tienda donde solía comprar
las mixturas y mezclas más extravagantes para la elaboración de pasteles y
eligió con amor y esmero cada uno de los ingredientes; pasó todo el día en la
cocina entre vapores y olores que dulcificaban su cansancio, hasta que tuvo
todo dispuesto.
Su
hermana estaba al llegar y entonces con aun más esmero, si esto es posible,
dispuso una mesa digna de la mejor recepción de un palacio y dejó todo listo y
al punto. Estaba nerviosa y alborozada cuando escucho la llave que daba la
vuelta en la cerradura, cuando por fin entró ella con la cara llena de amor y
expectación, musitó en alta voz. ¡Sorpresa!
Después
todo se vino abajo, cuando su hermana displicentemente se sentó en una de
las sillas del comedor y encendiendo un cigarro simplemente contestó: Pero por
que te molestaste Gerda, yo ya tengo un compromiso con todos los de la oficina,
hemos decidido ir a un bar a celebrarlo, son mis compañeros, con quienes
convivo todos los días, solo he venido a cambiarme porque es un lugar muy
elegante y debo ir acorde a la ocasión, no puedo dejar de ir, después de que
se han acordado de mi en este día y que se tomaron la molestia de hacer la
reservación, ¿entiendes?
Gerda
simplemente contestó: No, Henrietta, estas son las cosas que ya no quiero
entender.
Y
con un paso lento y desgarbado que de a poco fue cambiando hasta convertirse en
un paso firme y fuerte, subió las escaleras, entró su habitación, con la puerta
abierta acomodó todas sus pertenencias en su maleta, y emprendió el camino en
retirada, su hermana al verla partir simplemente se encogió de hombros, Gerda
cerró la puerta tras de si y ya en la calle, emprendió un camino hacia nuevos
entendimientos.
Henrietta
por su parte tardó en entender que el día que su hermana dejó de entenderla y
se marchó le había hecho el mejor regalo que alguien le podía haber dado en su
vida.
Yolanda
de la Colina Flores
25
de noviembre del 2014