No sabía por qué le habían bautizado con ese
nombre, Marina…. ¡Vaya! Nadie en toda su familia se llamaba así, pues casi todos
los integrantes de ella tenían los nombres replicados de sus ancestros con algún
segundo nombre que hacía la diferencia.
Ella era una chica de ciudad, había nacido en
ella, una de las más grandes y populosas del mundo entero. Debería tener un
nombre más ad hoc, mas urbano, pensaba para sus adentros. Quizá su nombre se
debiera a que sus padres eran costeños y al llamarla, o simplemente con verla, recordaban su amado terruño. Además había otra poderosa razón en la que no
había pensado, ella tenía seis hermanos varones y a ninguno de ellos podrían
haberlos nombrado así.
Lo que si sabía es que su nombre tenía un especial
contacto con el mar. Desde pequeña, cuando pasaban el verano con los abuelos
obviamente junto al mar, este ejercía una extraña relación con ella, y no sabía
si era fascinación o pavor...
Tímidamente sobre la playa acercaba sus pequeños piececillos a su oleaje y prefería jugar con su eterna compañera, la
cálida playa. Aunque pudo hacerlo, no aprendió a nadar en él, lo hizo en una piscina de la ciudad.
Al crecer se armó de valor e intentó
acercarse a él, pero de inmediato empezó a sentir algo extraño, era como si
entre ella y el mar se generase una membrana semipermeable, en la que hubiera
una difusión simple, un fenómeno biológico que parecía ser importante para su
metabolismo celular. No lo entendía y se alejó nuevamente de él, busco entonces
para sus vacaciones destinos turísticos principalmente citadinos o de riqueza
arqueológica de interés cultural. Viajaba mayoritariamente a lugares fríos o
cuando mucho templados.
Su piel de un color melocotón rosado empezó a
tornarse níveo y al contraste con sus negros cabellos la transformaban en una
urbana réplica de Blanca Nieves, pasaron los años y esta princesa de la gran
urbe conoció a un ser de otros confines que con sus alas la transportó a otro
continente e irremisiblemente la asentó en una ribera junto al temido mar. Ella
amaba a ese portentoso ser así que aceptó permanecer en ese hábitat.
En un principio, se contentó por deambular
por el paseo marítimo, después sus pasos se acercaron y empezó a sentir la
arena que penetraba a través de sus sandalias hasta que finalmente se descalzó,
poco a poco se iba acercando más y más y pronto acertó a ver que sus huellas al
andar eran borradas por pequeñas olas que después de larga travesía parecían
ahí desfallecer. Se fue internando más y las olas siempre la abatían, estaba
tan preocupada en esta pequeña acción belicosa que sin querer por fin permitió
que el mar ejerciera sobre ella su acuática ósmosis. Y ya no tuvo escape, estaba atrapada por ese
fenómeno particular por el cual parecía transmitirle visajes que atrapaban su
mente, a la cual confluían de repente algunas palabras, después fueron frases y
oraciones, cuando por fin emergió tuvo que admitir que su contacto era
definitivamente embriagante.
De ahí en adelante nunca faltó a su cita con
él, en su ensueño veía rimas, versos y algún poema, el ponto con sus oleajes
traía a su mente cronologías,
enredos, bulos, intrigas y crónicas; le anegaba el ingenio y en su mente ahora
creaba relatos y algunos poemas novatos, recordaba en ese hacer excelsos textos
muy gratos y a veces se le colaban
algunos panfletos non gratos. También acudió a la cita algún chisme y como un
pescado yerto ella en el fondo lo enterró.
Ahí mar adentro atrapó entre sus manos leyendas y hagiografías y con sus dedos acariciando la
superficie fue forjando su propia autobiografía y en este mundo de anales, las
semblanzas se misturaban, entre el mar y sus cantares, el amor y sol se conjugaban.
Cuando del mar se alejaba pensó para sus
adentros: En ti yo dejo mis huellas, que quizás disolverán esas celosas
doncellas, que son tus olas ¡oh mar!, yo te llamo inspiración. Ellas permiten
mi paso, por tu ribera y mi errar y aunque me hacen contrapaso, sólo a ti
suelen amar. A veces suelo cantarles y hechizarlas con mi andar, quizás llegue
a enamorarles y dejen mi huella estar. Y si ellas borran mi rastro, mi
orgulloso deambular, aquí yo pongo mi lastro y así yo me anclo en su lar. Si
estelas borran ociosas, estas oleadas sin par, puedo decir orgullosa, que dejé
en ellas mi andar.
Por fin un día, sentada sobre la arena empezó
a sentir al mar como la representación de su sabio padre que ya había partido,
el que siempre le escuchaba y le dejaba hablar y le sentía replicar con sus
olas a rabiar, él mar correspondía su deferencia ataviándola con sus
azulados tonos y colores y las olas de matices la salpicaban.
Comprendió que el mar y la tierra eran
amantes y con ella también empezó hablar: Sobre ti, sentí también el rugido de
las olas y adentrándome en tu entraña conocí a tu amante el mar eterno que en
oleadas te posee y te desdeña con caricias en jadeantes marejadas infinitas.
Su piel tornada en bronce tintada por el mar,
la tierra y el sol, sus cabellos ahora con
tonos de alga se acoplaban a aquel lar,
fabricó lienzo de tierra, una arcilla singular, tomó con su dedo índice del
profundo mar tinta color petróleo y al fin comenzó a escribir …
Yolanda de la Colina Flores