Sentada
en una antigua mecedora, la abuela recuerda su vida a trocitos, mientras
hilvana con meticulosidad una bella labor de frivolité y vienen a su mente sus hermanos, amigos y compañeros de
juegos, todos montados en una pequeña barcaza navegando en una hermosa laguna
donde de cuando en cuando los chicos atrapan un pez, por diversión, porque después de examinarlo lo regresan nuevamente
a su hábitat.
Avanzan
en su mente una caterva de una especie de fotografías de recuerdos y se instala
a contemplar el momento de su primer beso y una leve sonrisa se dibuja en su
rostro en su pupilas se ha instalado una brillante y titilante lucecilla.
Regresa a su labor y verifica que su lanzadera esté bien, realiza unos que
otros anillos, nudos y picots, y otra
vez se sumerge en sus recuerdos, en cada una de las instantáneas que visita su
mente ya han nacido todos su hijos, incuso se han casado y han tenido sus
primeros vástagos.
De
repente detiene su película interminable de recuerdos, suspende su labor y
disfruta el grato momento contemplando a lo lejos el mar desde su balcón,
mirando su labor se pregunta cuando fue que su madre le enseñó esos menesteres
y entonces acuden a su mente recuerdos en tropel, como potros salvajes
imposibles de contener, así como pensaba en esa edad que recuerda, una hermosa
adolescencia, hum, y piensa para si que aún en muchos aspectos es la misma, sólo
que ahora esa chiquilla está atrapada en un cuerpo de ochenta y cinco años, hum,
vuelve a pensar abandonando su labor,
sale de casa caminando plácidamente con pasos gráciles y pausados,
cuando sus pies tocan la arena se descalza, se acerca al mar corriendo, brinca
y salta jugando con las incipientes olas que bañan sus pies, como si ayer
hubiese cumplido catorce años.
Yolanda de la Colina Flores
29
de julio del 2014
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