Hay
un castillo en un mundo,
que
del Louvre es casi copia,
de
cristales construido,
con
brillos que dan euforia.
Un
buen día a ese mundo,
llegaron
siete hermanitas,
septillizas
que muy pronto,
serían
del todo aguerridas.
Primero
a los siete meses,
ya
escalaban por las sillas,
por
el filo de los muebles,
jugaban
a “equilibristas”.
Y
tomaban de peinados,
de
las damas de la corte,
los
más hermosos listones,
con
bordados y colores.
Con
ellos hacían siluetas,
creando
hermosas figuras,
malabarismos
creaban,
con
los bastones de yayas.
Las
pelotas de los nenes,
por
momentos sustraían
y
practicaban con ellas,
mil
rebotes y diabluras.
Y
todos los hulla, hulla,
se
agotaron en las tiendas,
las
nenas entre piruetas,
con
ellas armaban bulla.
Y
así pasaron los días,
los
meses y aún los años
y
las regias septillizas,
se
iban en todo aplicando.
Sus
pequeños cuerpecillos,
parecen
de plastilina
y
los contorsionan todos,
como
si fueran de arcilla.
Será
porque son de un reino,
donde
viven saltimbanquis,
lo
malo es que la cigüeña,
no
tuvo tino en la entrega.
Y
las vio a aterrizar,
en
el “Reino del decoro”,
por
ello todos adoran,
a
las bellas septillizas.
Ellas
bailan, brincan, danzan,
con
bastones y pelotas
y
hacen hermosas cabriolas,
al
compás de sus listones.
Un
espectáculo forman,
en
cualquier lugar del reino
y
todos vienen a ver,
saltimbanquis
septillizas.
Cuando
la cigüeña vio,
el
bien que estas septillizas,
le
provocaban al reino,
ya
no enmendó aquel entuerto.
Y
las otras septillizas,
que
fueron al otro reino,
las
adoran saltimbanquis,
por
su mesura y decoro.
La
cigüeña está feliz,
pues
la justifica el dicho:
“A
veces grandes errores,
suelen
dar grandes placeres”
Yolanda
de la Colina Flores
29
de enero del 2012
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