La joven dama, se arregla para una sesión de footing. Blancos son sus ropajes, como una nueva página donde escribir los próximos días de su vida; se siente renovada, con nuevos ímpetus de vivir, de gozar y disfrutar; ella trata bien a su cuerpo y él también a ella no dándole problemas físicos, por supuesto; la imagen que le devuelve día con día al mirarse al espejo la deja gratamente reconfortada.
La joven dama, como todos los días, ejecuta su rutina aeróbica en su parque habitual. Después de un rato, empieza a sentir el baño que el incipiente sol mañanero, saliendo de entre las nubes, le prodiga. Varias vueltas después, se encuentra agotada, deshidratada y desfallecida. Entonces, un cúmulo de colores, el olor de tantos y dulces sabores llegan a ella… guayaba, tamarindo, guanábana, grosella, fresa, limón, piña colada, anís, menta y rompope entre muchísimas más; traen a su mente una imagen de antaño, de niñez, de adolescencia y de dulces momentos. Intenta volver sobre lo andado, pero no lo consigue, pues la gente a su alrededor con gran algarabía solicita con impaciencia a los vianderos, unos deliciosos bocados de frescor, animándola más y más a acercarse, en lugar de continuar ejercitándose.
La joven dama, está ensimismada y cuando se ha dado cuenta ya está saboreando un rico pecado, al parecer el sabor no es el mismo que recordaba, ¿le traicionan sus recuerdos o su conciencia? Elimina de inmediato los pensamientos y los sacude de su cabeza, ¡No, ya no saben igual que antes!
La joven dama, caminando lentamente va arribando a su hogar, mientras en su mente se va repitiendo la misma canción, -No saben igual que antes- Una vez que se ha convencido de ello, por supuesto que no puede terminarlo y la mitad la ofrece a su hijo, quien acepta el pecado congelado con mucho gusto. Ella, que para entonces ya está súper convencida de que el sabor es un poco insulso, le agrega por cuenta propia un ingrediente aún más pecaminoso, el dulce sirope blancuzco de la leche condensada que ya se desliza entre los fragmentos del hielo. No obstante, mortificada, lo abandona y cede el resto.
La joven dama, ha renunciado al pecado, pero…. Ahhhhhhh, ¿la conciencia …?, ¿el metabolismo que ha cambiado…?, ¿la contaminación…?, hummmmmmm…
La joven dama, sufre, el pecado empieza a hacer su labor, ahora son retortijones que le atosigan. La lectura y los masajes no logran paliar su dolor, finalmente recuperada, hace la promesa consabida para mandar muy lejos un pecado: “Prometo solemnemente no volver a hacerlo o por lo menos, alejarlo durante un tiempo.”
La joven dama, por fin recuperada, vuelve a su paseo matinal que le mantiene en forma. De cerca ve las margaritas que parecen asoladas por el sol, igual que ella, y pensando pensamientos, se le ocurre que tal vez un día las invite a deleitarse con un magnífico raspado, granizado, tan popular en sus lares. Bien les vendría a las aquejadas flores un poco de hielo ya convertido en líquido, deslizarse por sus raíces y tallos; y el dulzor al mezclarse con su savia tal vez atrajera mas abejas. “Buen punto”, se dijo ella, “pero nunca intentaría el darles diablillos —mango con pulpa de tamarindo, bañado con una escarcha de chamoy—, o vampiros —sirope rojizo creado de una mixtura de naranja, zanahoria y betabel, coronado con chile en polvo—, pues temo que estos pecadillos veraniegos lleguen a alterar sus vestiduras”, determinó, pues a ella le gusta que sus amadas flores vistan blancos ropajes como los suyos.
Yolanda de la Colina Flores
10 de septiembre del 2011
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