miércoles, 24 de octubre de 2012

TRILOGÍA ATERRADORA: CAPÍTULO I LOBO HOMBRE



Niebla gris transita por el espeso y oscuro valle, tras de sí han quedado sus huellas las cuales en su lento avanzar han ido cambiando, el césped que roza sus tobillos le hace sentir a través de sus puntas suaves y afiladas el palpitar de la tierra por la que ahora se desplaza, ése cálido paraje que yace a sus pies y de cuyas entrañas conoce más de lo que cualquier otro ser pudiera siquiera intuir.

La mezcla de los grisáceos degradados del suave y tupido pelaje que cubre su cuerpo, se confunde con los colores de la bruma que con los albores del brillo del sol se irá desapareciendo.

Sus hermanos han huido de su presencia, cuando al fin esa noche han detectado y presenciado su transformación, era un secreto a voces, entre ellos mascullaban con gruñidos y raros cuchicheos la sospecha inequívoca del mal que le acechaba. Durante un tiempo hicieron oídos sordos e incluso en noches plenilunares eludían su presencia a fin de evitar constatar lo que todos temían.

Niebla gris, era joven, atlético y bello con una anatomía y musculatura digna de escultórico concurso, o de ser plasmada nítidamente bajo la pluma o sobre el lienzo de algún excelente copista o pintor cien por ciento realista.

Su destreza física como simple ejemplo de su especie era entre sus congéneres, sencilla y llanamente aceptada, lo cual le confería un singular lugar dentro de la escala de su estirpe, eso sin tomar en cuenta el puesto que además ostentaba gracias a la forma en que proveía a toda la tribu como el experto cazador que era.

Niebla gris además poseía una voz privilegiada y noche a noche toda la familia le acompañaba en su canto eterno a los astros celestes. Amaba los cielos quizás tanto como a la tierra y pasaba largas horas contemplando las constelaciones, el devenir y cambios de la bóveda celeste.

Aunque era feliz dentro el seno de su familia y con todo lo que le circundaba, desde pequeño estaba marcado por un sino especial, el cual siempre presintieron él y su madre; al parirlo vio que éste portaba un mechón suave y terso en la parte central de la testa un lucero níveo y reluciente que enmarcaba y hacía aún más hermosa su ambarina mirada. Ella supo desde ese mismo instante que su hijo sería diferente a todos los de su clase.

Cuando era chico ya de por sí se distinguía de todos ellos, siempre resultaba el mejor en cualquier lid, quizás por ello cuando llego a alcanzar su plena juventud lo consideraron de inmediato protector del clan.

No hacía mucho tiempo de ello, era aún muy joven y no había alcanzado su plena madurez. Aunque su apariencia y desarrollo físico demostraban lo contrario por su fuerza y poderío, aún no arribaba a su edad media.

Quizás por ello era impetuoso y aguerrido y alguna que otra vez descaradamente atrevido e incluso osado y temerario, tal vez también por eso se arriesgó tanto la última vez que tuvo que salvar a alguien de su especie.

Ya había sorteado en múltiples ocasiones las ráfagas que mandaban contra él, las cuales pasaban rozando la piel aterciopelada que le cubría, y siempre había salido victorioso.

Hasta aquella noche en que ellos vinieron y quisieron exterminarlos o erradicarles del lugar, salvó a muchos de su estirpe y la mayoría emigraron hacia lo más profundo del valle.

El pudo evitarlo, pero tras de sí hubiera tenido que dejar un cuarteto de los más pequeños de su especie, y los salvó, sí, pero fue alcanzado por un punzante dardo de plata, que implosionó en su interior,  el cual se alojó a escasos milímetros de su corazón.

Libró cruentas batallas entre fiebres, sudores y escalofríos lacerantes, de los cuales finalmente salió airoso, pero dentro de él las esquirlas permanecieron emanando una rara sustancia, mezcla de óxido, herrumbre y desasosiego, la cual fue mezclándose poco a poco con su propia sangre.

Al principio no pareció afectarle, sus aptitudes físicas no fueron menguando ni un ápice. La única variante evidente era el que ahora le gustaba pasar largas horas en soledad contemplando de forma exacerbada y minuciosa a la hermosa Selene suspendida en su oscura bóveda. Parecía subyugarle e hipnotizarle, como un encantador diestro de serpientes.

Una noche de éstas, en uno de esos encuentros con Selene, ahora perennes, empezó a sentir un cambio pausado y relajante, su rostro comenzó a transfigurarse, los huesos que formaban su cráneo en forma mágica, lenta y envolvente fueron cambiando su morfología, al igual que su faz fue dando paso a una piel suave y desnuda. 

De repente parecía mirar al mundo desde otra apostura, el valle y el horizonte le mostraban nuevas perspectivas y aunque le arremetió una fuerza irreconocible e impugnable de correr por sus parajes, sus avances sobre el valle le resultaban lentos, no lograba desplazarse con la misma destreza que otras noches poseía.

Sus pensamientos cambiaron, se empezó a imbuir en una vorágine de acciones para el inusitadas, arrasó con alguno que otro ser arbóreo sin razón aparente y calcinó otros lares, se apertrechó de raros enseres y cazó por el simple placer de ver a un ser yaciendo bajo sus pies, finalmente arrojó sus desperdicios sobre el lago y la tierra, que otrora tantos bienes le habían prodigado.

Su manada le amaba y tal vez por ello le compadecía, pero ahora algunas noches era proscrito, ésas en las que se convertía en el ser que ellos probablemente más detestaban.

Niebla gris no espera nada, quizás en sus sueños anhela una mano ilustre que pueda extirparle el punzante aguijón de aquel amasijo de esquirlas, o que este termine por fin de completar su trayecto y atraviese finalmente su corazón liberándole de su tan despreciable transfiguración.

Yolanda de la Colina Flores
     


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