Ella duerme y sus sueños no divagan,
le desvelan su imagen sin afeites,
desbaratan ahí su mascarada
y el helor que contiene su mirada.
Era él sólo un ente terrenal,
con la verde y núbil adolescencia,
con mirada de fuego encandecente,
con cabellos tan largos como ramas.
Como en cuentos las aves posaban,
en su testa entre ramas y entre ideas,
cardenales que aunaban su pasión,
y cantaban la forma en que él la amaba.
Era él como un árbol que crecía,
con la savia que le imbuía el amor
y sabía que en vez de corazón,
él había hecho germinar ahí una flor.
Y era ella un ser muy lejos de la tierra,
se pasaba viajando por la luna,
se creía una diosa y una estrella
y sus plantas el suelo no pisaban.
Era gélida y sombría su mirada,
no veía ni intuía que alguien le amaba,
era ciega pues su ojos no miraban,
lo que el joven en su alma albergaba.
Y es extraño que sin mirar siquiera,
a ese ser que le amaba y le deseaba,
le arrancara con sus temibles garras,
lo mas bello y preciado que él guardaba.
Y le hurtó el corazón recién florido,
y con ello la vida le arrancaba,
él se hundió para siempre en un profundo sueño
y era él quien habitaba ahora el cielo.
Y en sus sueños él siempre
reaparece
y ahí toca su mente y sus sentidos,
y ella quiere quedarse ahí por siempre
más la imagen se va cuando amanece.
Y los sueños son un remordimiento,
y al unísono son dulces como elixir,
pero ellos también son su castigo
pues desvelan su crimen sin sentido.
Nos lo dijo Dostoyevsky en blanco y negro,
todo crimen tendrá siempre un castigo,
el de ella será amarle y verle,
y el dormir y despertar así por siempre.
Yolanda de la Colina Flores
26 de enero del 2013
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