En una prestigiada universidad, específicamente en el área de las disciplinas Económica Administrativas, una catedrática de Desarrollo de Habilidades Directivas preguntó a sus discípulos si creían que en el ejercicio de sus carreras era importante ser ambiciosos, todos estuvieron de acuerdo en que era sumamente importante, la preceptora que en sus enseñanzas pretendía siempre imbuir un poco del área de humanidades ya que sentía que la mayoría de las disciplinas si no eran totalmente carentes de este aspecto, por lo menos si lo pasaban de largo, cuestionó a sus educandos sobre la definición de la ambición, la mayoría de ellos proporcionaron citas certeras de lo que los diccionarios definían, otro dieron sus opiniones personalizadas, pero su mentora les transportó aún más lejos y les llevó a polemizar sobre el hecho de si la ambición tenía algún color. Todos estaban entusiasmados y levantaban sus manos para responder, sin embargo la profesora les dijo que no esperaba sus respuestas en aquel preciso momento, que deseaba que lo meditasen y que en la siguiente clase cada quien llegara a una conclusión.
En la
cátedra subsecuente todos estaban dispuestos a contestar la consabida pregunta,
sabían que diferían entre sí y cada uno deseaba defender a capa y espada su
punto de vista. La maestra dio por fin el uso de la palabra a Denisse, por ser
la primera en alzar su mano, ella se levantó y con una cara de satisfacción
dijo al grupo que para ella el color de la ambición era definitivamente rojo,
porque representaba poder y adquirirlo requería el poner una ilimitada pasión
en ello, dejar tu propia sangre y sufrimiento en la lucha y muchas veces
también provocaba derramamiento de sangre, al tener que eliminar a tus posibles
adversarios o contendientes. Pedro negó con la cabeza y entonces le cedieron la
palabra, él alegaba que el color de la ambición debía ser dorado porque lo
único que se perseguía eran valores materiales y acumulación de riqueza y como
en nuestra sociedad se había dado especial valor al oro, ese debía ser su color
sin lugar a dudas. Pero Matilda no estaba de acuerdo con sus compañeros y
cuando tuvo el poder de la palabra aseguró que el color de la ambición debía ser
verde porque la ambición tenía un cariz bueno cuando se refería a ambicionar
dignidad, al querer tener una excelencia académica y profesional coronada con
magnas cum laude o reconocimientos otorgados por tu desempeño en el campo
laboral o humanitario, para ella la ambición iba aunado al color de la
esperanza; Ximena no compartía su opinión y cuando le tocó el turno dijo que el
color de la ambición era definitivamente de tonos violeta, el color más
rimbombante del arcoíris con el que ella equiparaba la fama, llena de tonos
vivos y brillantes, sentirte alabada y admirada por todos debía tener sin duda
ese color.
Pasado
el tiempo, algunos apoyaron un color, otros se sumaban a otra tonalidad, de tal
forma que en el grupo se formaron bandos que apoyaban fehacientemente cada uno
de los colores elegidos, hasta que al final Manuel el más tímido de la clase,
el más “nerd” de todos ellos, y que no se había adherido a ninguno de los partidos,
tomó la palabra a petición de su maestra, y entre pequeños carraspeos y veladas
tocecillas, musitó con tenue voz que para él, el color de la ambición era azul,
infinito como el cielo, por que lo que cada quien ambicionaba era tan singular
e irrepetible, que cada quien podía jugar con el y proporcionarle sus propios
matices, así como firmamento cambiaba de tonos y posición de las nubes, así era
para él el color de la ambición.
Al
final todos concluyeron que jamás se pondrían de acuerdo, porque efectivamente lo
que cada quien ambicionaba era diferente, pero aseveraron que quien más se
había acercado a la verdad era definitivamente Manuel.
Yolanda
de la Colina Flores
4 de
septiembre del 2014
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