lunes, 31 de octubre de 2011

SU JUGUETE PREFERIDO


A la pequeña Paulina en su cumpleaños

Había una vez una ciudad donde había muchísima gente, como las motas del polvo, vagaban y danzaban de aquí para allá, de allá para acá, de acá para allí, de ahí para hasta allá y viceversa.

Las motas de polvo no parecían tener algo en común, pues andaban todas a su aire, hacían lo que querían y a cada una de ellas, no le importaba, ni le interesaba, lo que las demás motas desearan o quisieran.

Sin embargo las motas de polvo tenían familias y cuando se reunían en lugar donde todas por las noches se tenían que dormir, se integraban en espacio y tiempo, pero nada más, las motas adultas se sentían cansadas de tanto ir de aquí para allá, o lo que fuera, las pequeñas obedecían a las adultas porque así se los habían dicho, pero tampoco compartían sus ideas, ni deseos, no hablaremos de anhelos, por que toda esta ciudad de motas parecía carecer de ellos.

Así que las motitas se encerraban en su cubículo, a jugar sentadas frente a un monitor, por horas y horas los juegos más sofisticados que la tecnología de motas había desarrollado.

Sin embargo, por extraño que parezca, en esa metrópoli de motas, existía una verdadera familia, de unos pequeñitos e indefensos seres humanos, eran diminutos al igual que las motas, pero tenían todas las características físicas y biológicas que sabemos tiene un humano y lo mejor de todo que es cada uno de ellos poseía, un alma.

Les era difícil vivir en Motalandia, porque no comprendían ni la forma de ser ni de actuar de las dichosas motas, pero, entre ellos se cuidaban, divertían, cantaban, jugaban, soñaban despiertos y dormidos, pero lo más importante de todo era que amaban y reían. Estas actividades las podían realizar por su espíritu, pero también porque eran una piña de un buen número de integrantes, pero no fue así siempre.

Cuando los padres de esta rara familia, para las motas, se integraron al mundo de las motas, llegaron con la ilusión primera de formar una familia. Pasaron varios años y los retoños no llegaban, pasado un largo tiempo los amantes padres aceptaron con resignación y entereza su sino. Pero, como ellos estaban convencidos de ser unos padres de familia natos, se avocaron a la tarea de buscar a alguien que necesitara de ellos como tal.

Buscaron en hospicios y albergues, pero para adoptar una motita les pedían un sin fin de requisitos, sobre todo que tuvieran una gran capacidad económica y eso era lo único de lo que carecían, porque en caridad, comprensión y ternura eran inmensamente ricos.

Un día recibieron una información, que aún no saben de donde llegó, sobre una casa de cuna donde era factible la adopción de seres como ellos, eran desechados en Motalandia, porque obviamente no eran motas como ellos.
Rápidamente se aprestaron a visitar el lugar y se dieron cuenta que había algunos seres como ellos que venían de otros lares, que adoptaban a los niños de la casa de cuna y se los llevaban lejos de esa ciudad tan peculiar.

Curiosamente había una pequeña cuna, por la que todos pasaban casi sin mirar, ¿cómo era posible? Se preguntaron los aspirantes a padres de familia. Poco a poco se acercaron a ella y entre sábanas blancas y con ropas adornadas con encajes y vuelos rosados yacía una criaturita aún más pequeña que ellos. Su nívea piel los tenía arrobados su lacios cabellos de un negro profundo como un bello terciopelo, sus labios rosados y tiernos y unos ojos negros hermosos y brillantes, que apenas se veían a través de sus rasgados párpados.

La pareja sabía entonces por que las demás parejas la relegaban, pero no pensaron en ello ni un segundo, ahora ellos sabían que habían encontrado la hija que tanto ansiaban. Rápidamente hicieron todos los trámites pertinentes y los recién estrenados padres, salieron de ahí felices con su nena. Más tarde la bautizarían con un nombre que no podía calzarle mejor a su adorada hija, Dulce.

La cuidaron con esmero y cuidado, con todo el amor y la paciencia de que eran capaces, llevándola a lugares especiales que les ayudaran a educarle y eran muy felices, pero la felicidad no terminaría ahí.

Pasado un año tuvieron, aunque nadie lo creía posible, a Juan, después de unos años arribaron, Martha, Tobías, Paulina y Leonel. Con el tiempo se volvieron pequeños niños que tenían sus sueños y anhelos bien definidos y cada uno de ellos se avocaba a disfrutar los juegos de su preferencia.

La más pequeña de la niñas Paulina, una nena pequeñita de cabellos rubios, ojos tiernos, vivarachos y una simpática sonrisa, tenía predilección por supuesto de las muñecas y los pequeños mininos con quienes jugaba por largos ratos, a todo lo que las niñas juegan imitando a sus madres, pero a ella le agradaba primordialmente acunarles y cantarles nanas.

Un buen día fueron al supermercado y entre los alimentos que compraron estaban incluidas por supuesto las cebollas, pero a la niña le encantaba una especial, decía que desde que la había visto en el anaquel ésta le había hecho “ojitos” y de vez en cuando le guiñaba un ojo. Su madre sonreía y miraba con ternura a su esposo quien con destreza le dibujó una carita, finalmente dejaron que la niña tomara a su cebolla predilecta y se la llevara a jugar con ella.

La pequeña jugaba a que le daba sus sagrados alimentos y le sentaba en la mesita con sus demás muñecas, le invitaba a tomar el té y se pasaba largo rato acunándola y cantándole las más bellas canciones de cuna que conocía con su dulce voz, la mecía en un cochecito y después la posaba en una pequeña cuna en donde la arropaba y la dejaba durmiendo.

Pasaba el tiempo y la niña día a día repetía su ritual, hasta que uno de ellos la cebolla se marchitó, muchas de sus capas se habían desgajado y parecía haber muerto. La nena lloraba desconsolada y se resistía a deshacerse de ella.

Su padre con ternura la tomó en su brazos y le dijo que no llorara, porque las cebollas suelen ser así, pero había algo maravilloso que ella debía saber, si plantaba su cebolla en un tiesto con buena tierra y la regaba cada tercer día, con el mismo cuidado y ahínco con que la había acunado, seguro renacería de nuevo.

Paulina enjugó su lagrimitas y se aprestó a la tarea, buscó en el jardín el más bello tiesto que pudo encontrar, con cariño posó su cebolla, le puso tierra y nutrientes y la regó, después le buscó un lugar donde le diera bien el sol, nunca se olvidaba de regarla y ponerle nutrientes, más pasaban los días y no pasaba nada.

Después de un tiempo que la nena consideró prudente, preguntó a su padre, cuando renacería su querida cebollita, él le dijo que pronto, pero que le daría una pista, cuando viera que en el jardín junto al tiesto había muchos chapulines había llegado la hora.

Todos los días al levantarse, Paulina miraba por la ventana a ver si divisaba alguno de esos insectos verdes, hasta que el ansiado día llegó, a través del vidrio de su ventana avistó un gran chapulín, con prisa se bañó, y vistiéndose, salió corriendo a buscar al jardín.

Ahí estaba, su juguete preferido, renacido, haciéndole de nuevo “ojitos” y sonriéndole. Paulina estaba feliz, no solo porque su gran amiga y confidente había regresado, sino porque sabía que nunca se separaría de ella, la nena estaba dispuesta a conservarla, así tuviera que plantarla una o mil veces.

Pobre motas de polvo ellas jamás podrán vivir esta experiencia, seguirán siempre jugando frente a un monitor, con escenarios ficticios, divirtiéndose con lo que otros han creado para ellas, sin conocer ni una pequeña muestra de la magia de la creación.

Yolanda de la Colina Flores
 31 de octubre del 2011

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