lunes, 25 de abril de 2011

WITHOUT SHOES



Alguien, cierto día, compró una gran casa para convertirla en oficinas de una agencia, por lo que quedó, sin remedio, ubicada en una zona habitacional. Para la mayoría de los vecinos era molesto porque la afluencia de autos en la calle se vio incrementada, pero había algunos que  su molestia rayaba realmente en lo absurdo, como sucedía con una vecina de mediana edad, a quien por alguna razón desconocida, le molestaba enormemente el ruido que los tacones de nuestros zapatos hacían al caminar por la acera; así que cada vez que por ella deambulábamos, —lo cual era inevitable o de lo contrario habríamos tenido que dar una vuelta por demás ridícula—  íbamos de puntillas al pasar frente a su casa, de otra forma, nos llevaríamos una retahíla de insultos e improperios.

Pasamos un invierno muy crudo sorteando a la temible residente, pero una vez que hubo llegado el verano, hice algo que ya me había rondado por la cabeza en más de una ocasión; pues bien, dejé que me adelantaran mis compañeras de trabajo y así pude descalzarme a mis anchas y me dispuse a tocar su timbre; ella me abrió con una cara por demás enfurruñada, yo, con mi carita sonriente simplemente le pregunté ¿Le parece bien así —y le mostré mis pies descalzos—  para transitar por la acera de su casa, o prefiere que saquemos nuestras alas y la sobrevolemos?

La santa señora primero se quedó boquiabierta y después soltó unas sonoras y frescas carcajadas. El cuento acabó en que ella misma nos contó, pues para entonces mis compañeras regresaron al escuchar el barullo, que su madre estaba muy enferma y dormía poco, con un sueño tan ligero que hasta con el ruido de nuestros pasos se despertaba.

Así que seguimos andando de puntillas, pero ahora la vecina nos miraba a través de su ventana siempre sonriendo. Comprendí que es muy importante ponerse en la situación del otro y aunque no nos pongamos en sus zapatos,  a veces es necesario al menos descalzarse. 

Por ello hoy la canción suele decir así:

Dicen los bien entendidos
que para entender a otro ser
hay que saberse poner
en los zapatos de él.

Será verdad o mentira
lo dudo en exactitud
decirlo es cómodo y fácil
pero el calzarlo no sé.

Porque si el propio zapato
a veces suele apretar,
las zapatillas de otros
no sé si te han de amoldar.

Que el ruido de mis tacones
te molesta ya lo sé
pero no puedo dejarlos
pues ellos visten mis pies.

Sencilla no puedo ser
y no lo puedo negar
mi vicio son los zapatos
y por siempre lo serán.

Yo me gasto mis quintitos
en coleccionar novedades
de mil colores y formas
con dotes de combinar.

Hoy por fin rara vecina
me descalzo para ti
para ya no hacerte ruido
con mi tacón al andar.

A tu puerta tocaré
y así te preguntaré
si descalza me prefieres
o que me eleve cual ángel.

Porque si saco mis alas
seguro remontaré
muy lejos de estos parajes
y de vecinos salvajes.

Pero logré con un gesto
tu acritud desvanecer
y con una simple sonrisa
tus escudos disolver.

Yo te prometo desde hoy
descalzar siempre mis pies
y remontar por los aires
con mis alas de ilusión.

Ellas me llevan en vuelo
hacia altitudes lejanas
y vuelvo a la realidad
cuando  me vuelven al suelo.

Comprendo que no es necesario
ponerse en zapatos de otro
a veces con descalzarse
se suele todo entender.

Yolanda de la Colina Flores

21 de abril del 2011






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